Animales sociales

El ser humano me gustó siempre, en todas sus formas, colores, olores y sabores, como espectáculo, como melodía y como juego. He procurado observarlo con respeto y mimarlo con ternura y cuidado vocacional. Me interesó profundamente el desarrollo intelectual de mi propia hija, no sólo como madre, sino también como supuesto artista de almas, filósofo-escritor imaginativo, capaz de adelantarme en el tiempo y emocionarme con capacidades y proyectos. Últimamente he cambiado. Probablemente me ocurre que el hastío ha ganado parcelas de poder, la decepción ha hecho mella en mi esqueleto, y mi hermosa criatura se encuentra en la quinta puñeta haciendo aquello que procuré siempre fomentar, ser libre y buscar su propia felicidad. 

Aunque estoy pulcramente entrenada para hallar todos los errores en aquello que analizo (busque usted y encuentre los cinco fallos de esta viñeta) me aburre soberanamente. Es como cuando mi retoño estudiaba cine y me contaba que todas las películas tenían una estructura concreta planificada y que por cómo comenzaba una de ellas ya se sabía la forma en la que iba a terminar. Y acto seguido nos imbuimos en E.T., porque siempre nos gustó a las dos. Cada secuencia, cada plano, cada enfoque, cada cambio de ritmo, cada entrada musical, y nos gustó hacerlo, pero perdió la emoción de la melodía inacabada, la sensación de magia, el duende del arte, esa especie de percepción extrasensorial con la que sólo los genios saben jugar, ese don con el que se nace o no, y ¡es lo que hay!. El pintor de a pie aprende técnicas, el genio no las necesita, aunque si las estudia adquiere poderes descomunales. Quevedo y Góngora. David y Goliath. Sansón y Dalila. Sancho Panza y Don Quijote.

Los obituarios deberían elaborarse con una mezcla perfecta de chocolate y gin-tonics porque cuando se despide a alguien debe percibirse el día y la noche, las luces y las sombras, el cuerpo y el alma, ya que éstos se marchan juntos y revueltos para siempre. El alma no se queda dormida, deja de existir (al menos para mí) y no vaga despistada, en realidad se esfuma en la nada y desgarra con su ausencia. Es curioso, lo que más echo de menos de mis “niños perdidos” es su capacidad de asombro y su forma de mirar y observar, tan despierta, tan aguda, tan sagaz. La caricatura del día a día que te permite sobrevivir en la jauría.

Sí, he cambiado, mi mirada no es inocente y mis pensamientos ya no son limpios. Soy culpable de envejecer y, lo más triste de todo, es que me va gustando.






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