Juanolas y sonrisas.-
Una bonita y luminosa mañana de la reciente primavera me planté en una pequeña tienda de ropa y accesorios elegantona, habitual mía, muy socorrida a la hora de elegir rápidamente cuando no se dispone del tiempo necesario para pensar en un regalo adecuado. Me conocen, me saludaron cordialmente.
A los pocos minutos noté a la dueña, ya añosa, algo más despistada de lo habitual, y el hecho en sí me entristeció. Busqué los ojos de compadreo (o comadreo, no sé) de la encargada y lo que aprecié fué un rechazo significativo muy patente y una actitud irritante. La tristeza se transformó instantáneamente en salvaje indignación que me condujo a embaucarme en la ardua labor de mojar en la oreja a semejante bicho (para mí aquel ser vivo ya se había transformado en una libélula gigante con gafas de pasta) intentando mostrar a todos los presentes en tono fuerte y contundente la conversación inteligente y elegante de la buena señora, que siempre lo fué.
Y resultó sencillo. Cambié el estilo de la charla empleando preguntas cortas sobre el negocio, ella comenzó a hablar sobre su vida profesional como boticaria y yo de mi abuelo paterno, la farmacia de La Matilla y sus formulas magistrales.
La encargada me miraba sorprendida porque no conseguía entenderme y, después de un cuarto de hora muy participado en el que se sumó otro cliente que deseaba unos zapatos para su mujer, decidí que no tenía sentido prolongar aquella situación con intento castigador porque cuando no se es consciente del daño tampoco lo puede ser uno de la disculpa. Una vez más recordé la frase de mi padre sobre “los magníficos campos de berzas” y luego la de mi madre (que fué siempre de su padre) de “la tolerancia es la caridad de la inteligencia”. Así que me envolvieron un collar, elegí otro largo muy pesado de metal verde y dorado que me gustó para mí, pagué, salí del local, me detuve a comprar unas cajas de juanolas de las de toda la vida en la farmacia colindante y regresé para regalarlas con mi sonrisa, esta vez sin palabras.
De camino a casa me quedé pensando en mi forma de percibir el entorno, y se me antojó excesiva. “Tengo que aprender a mirar sin expresar y a expresar sin opinar alguna vez en la vida”, “¡y también a callarte!”, puntualizó Pepito Grillo contundente. Y en ello estoy, aprendiendo del silencio e intentando adquirir mansedumbre una vez más para evitar juzgar y ser juzgada. Lo mismo lo consigo este año o el siguiente o el otro, ¡Quién sabe!.
Abrí una cajita del famoso regaliz y cogí tres o cuatro pastillitas negras, de formas peculiares, y me di mi pequeño homenaje gustativo. Recordé la serie de los Viernes por la noche en los preochenta llamada “Tensión”, y lo emocionante que resultaba incumplir la norma de los rombos y la edad, mutismo de mis mentiras, mentira de tus descartes, los remos en abatida.
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