El Piano Rojo.-

El piano parecía diminuto, de madera pintada color rojo bermellón, bastidor metálico, una sola octava y dos palmos de longitud en los tres planos del espacio. Para hacerlo sonar era necesario ejercer una presión contundente con resultado soberbio, afinado y perfecto. Me sorprendía que aquella miniatura mágica hubiese sido fabricada así. Me divertía de lo lindo, y con mis cinco o seis años de edad me acompañaba por la casa rayando con sus patitas negras las tablas del parquet mientras jugábamos de rodillas con los tropecientos indios de mi hermano (siempre muchos porque los tíos tenían una juguetería y las sobras de la noche de Reyes llegaban todas a casa en grandes bolsas de plástico), colocados con estrategia en lugares y a alturas diferentes mientras eran disparados repetidamente empleando flechas de ventosa mediante pistolas negras fabulosas. Llegaba el Séptimo de Caballería de Michigan con sus caballos, el piano sonaba con fuerza, y un Rintintín precioso ladraba en nuestra boca, mientras unos Sioux muy logrados, de largas cabelleras idénticas a sus yeguas, se escabullían con sigilo o morían a nuestras manos.

Con los meses la pintura del instrumento se fué descascarillando aunque el sonido permaneció indemne. Los vaqueros ganaban o perdían según los días y nuestra madre nos regañaba cuando encontraba alguna de aquellas flechas amarillas debajo de los muebles del pasillo o del cuarto de estar.
- “Papá, me duele la rodilla izquierda”.
- “A ver”. ¡Pero si tienes un bultito duro!. ¡Te habrás clavado algo!”.
Cogió una aguja, la quemó con el mechero y la limpió con un algodón impregnado en alcohol. Cinco minutos después, con un cuidado exquisito, había extirpado lo que parecía una astilla y resultó ser un trozo de madera del precioso piano de unos cuatro centímetros de largo por uno de ancho.
- ¡Pero cómo te has podido clavar algo tan enorme y no darte cuenta!.
Como tenía clavitos chiquitujos en su parte inferior me gané un recuerdo de la antitetánica y varias dosis de mercromina.
Un día aquella monada desapareció, imagino que destrozada por nuestros juegos, mientras los indios, los vaqueros y los soldados eran sustituidos por otros más nuevos sin despintar.

Al hormonarme precozmente dejé de jugar por el suelo y me encerré en mi habitación con mi guitarra Admira y mi cejilla metálica, mientras mi hermano me sustituía por amigos de clase. Aquello, pienso ahora, resultó un fastidio para todos: Para mí porque empecé a soltar lagrimitas esporádicas, para mi hermano porque me echaba de menos, para mi padre porque se ponía nervioso al verme tan desarrollada y para mi madre porque discutíamos sin parar. 
No cambió, sin embargo, mi extraña fijación por clavarme maderitas, cositas metálicas y espinitas en las piernas y pies, y con los años aprendí a utilizar las agujas de coser de idéntica manera a como hacía mi padre. “Vas por el mundo pensando siempre en las musarañas, hija”.
Sí, en las musarañas y en dos millones de cosas más.



Veit Stoss (aprox. 1447-1553). Iglesia de Santa María. Cracovia. Polonia.





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