Aprender a esperar.-

La estructura diaria de alguien como yo se basó durante años en la optimización del tiempo. Esa gestión de los minutos al detalle, tan de moda últimamente, constituyó el eje central de mi quehacer cotidiano con una precisión exquisita. “Horas dormidas horas muertas”, pensaba, y los instantes de actividad de todo tipo (estudio, cocina, juego infantil, preparación de sesiones clínicas, conducción, lectura, etc...) se multiplicaban por dos, por cinco o por diez con el convencimiento de que actuaba con responsabilidad para conmigo y mi entorno. Lo curioso de este planteamiento vital es que una tarde descubrí que no había aprendido (ni nadie me había enseñado nunca) a no hacer absolutamente nada durante un período concreto. Y lo intenté como fórmula de cambio y evolución para conocerme mejor y me costó lo indecible. Incluso tuve la sensación de sufrir un trastorno de la personalidad porque observaba compulsivamente los objetos a mi alrededor, como si estuvieran a punto de cobrar vida, chasqueaba los dedos a intervalos y balanceaba mi pierna derecha doblada sobre la izquierda marcando aquel compás de compasilllo que me gustaba mientras un sentimiento de culpabilidad por despilfarro intelectual se adueñaba de mi anatomía con rapidez. 

El juego me sirvió entonces para ganar concentración porque el desempeño simultáneo de hasta cuatro o cinco tareas me había sumido en un estado de alerta permanente que rayaba en la obsesión, o así lo percibí yo. Y comencé por levantar los brazos y observar mis manos para después entornar los ojos y soñar despierta con castillos, con músicos, con duendes y con magos. Y regresé a mi adolescencia con periodicidad diaria para reubicarme en un espacio algo más sosegado, donde ya no primaba la carrera de la puntualidad. Y me propuse entonces llegar algo tarde a las reuniones familiares (lo que siempre me pareció un sacrilegio) para descubrir que nadie me asesinaba, ni tan siquiera mentalmente, y además la provocación me resultaba divertida. Y fui cambiando cosas, algunas sencillas y otras complejas, con la certeza de que ya nunca volvería a ser la misma mujer. Y con el transcurrir de las semanas adquirí una dimensión personal exclusiva, cierto grado de pasotismo egoísta y nuevas fórmulas de autoconocimiento que me sirvieron para comprender que todo ser humano es susceptible de modificarse con rapidez, y además lo pasé bien disfrutando de la emoción de estar cometiendo una falta grave contra mis principios éticos, ¡idiota de mí!, mientras una idea me rondaba la cabeza: Si el mundo es hostil... ¿Por que no me puedo permitir el lujo de mostrar cierta hostilidad como defensa personal?. Y a ello me puse y desgraciadamente me hizo bien, con lo que vi tambalearse toda mi educación germánica para terminar comprendiendo que, en contra de lo que había creído hasta ese momento, realmente me había transformado en un pequeño bicho solitario kafkiano aunque no me asustaba por ello.
Mi madre me abrió después los ojos una tarde para así rematar la faena: “No hija, tú de simple no tienes nada”. Y como tuve que darle la razón, aunque no me apetecía en absoluto, aquí sigo, peleándome en mi cabeza con el desorden ambiental que me desquicia mientras busco pequeñas parcelas de paz en medio de las guerras, recordando otra frase que me dijo mi padre unos pocos días antes de enfermar con el puñetero virus de mierda: “Aún se puede ser feliz”. ¡Probablemente, padre!, pero me cuesta creérmelo. Ahora bien, si toca de nuevo olvidarse de esos lugares recónditos y tranquilos para trabajar sin reposo... ¡Me olvido y punto!. ¡Y si después de fabricar el capullo éste se rompe por un extremo espero no parecerme en nada a la crisálida del gusano de seda!, y mientras escribo me pongo a cantar “este verano tuve gusanos y en una caja de zapatos los metí”.






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