Los Ojos del Pintor.-
Hace cuarenta años (sí, cuarenta) me enamoré de un individuo pintado por Rembrandt mientras visitaba la National Gallery de Londres. En diez segundos quedé fascinada con la profundidad de su mirada, con su sencillez, con su expresión fuerte y tierna a la vez, con su afectividad desbordada que percibí instantáneamente e hice mía sin mediar palabra. Así, mientras mi gente visitaba la sala con interés, yo permanecí inmóvil, como clavada a la tarima, al pie del cuadro, mucho menor que los otros que se encontraban en la habitación, aparentemente colocado para acabar de rellenar con estética el extremo de la pared. Y durante unos quince minutos estuve dándole la mano y jugando divertida y sorprendida con su compañía en mi imaginación. Mi extraño apasionamiento me obligó a regresar dos veces desde otras partes del museo para grabar sus ojos en los míos, lo que divirtió enormemente a mi familia. Y no era de extrañar, porque mi hermano no se ennoviaba fácilmente con las numerosas esculturas femeninas.
Desde entonces Rembrandt se ha reído de mí en múltiples ocasiones, exposiciones y ciudades, hasta ayer en el Thyssen, donde participé en una reunión retratada multitudinaria, me divertí con otros pintores holandeses y marché del lugar sin querer echar una ojeada a sus grabados del final, acompañada de dos o tres decenas de rostros iluminados con la genialidad de la escuela barroca, un poco por tocar las narices al diseñador de la exposición y otro poco para no perder inmediatamente el detalle de la claridad en las mejillas y mentón de todos aquellos amigos, y también por castigar con algo de chulería inocentona al retratista, tan acostumbrado a sentirse admirado en sus autorretratos aun sin gañil, e infinitamente más apagados que sus modelos, a los que dota siempre de una energía facial descomunal y golas gigantes. Y todo esto lo pensé escuchando música. Inicialmente intenté ambientarme con temporalidad, pero al final decidí hacerlo tan sólo en el espacio y, a base de sonidos modernos y letras en su lengua materna, disfruté como nunca en mi vida observacional, y hasta lloré de la emoción, sabiéndome poseedora de un don excepcional heredado y cultivado con afán y amor, los ojos del pintor. Porque aunque últimamente aquéllos se han perdido, quién sabe si para siempre, de momento conmigo están, y ojalá sigan así mucho más.
En resumen, visitar un museo sin apenas seres humanos de carne y hueso cuando llevo años sin querer hacerlo es una auténtica gozada, y si se trata de la interpretación personal de Rembrandt y los retratistas holandeses ya no se puede describir.
Recomendación para después de la visita: La película “La Mujer del Cuadro” (Fritz, 1944) , o el libro “Once off Guard” de J. H. Wallis en que está basada, lo mismo da.
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