Cosas de Anteayer.-

Hoy me acerqué por el centro de la capital para hacer una de mis comidas tardías en un sitio clásico, de los de toda la vida, decoradas las paredes con greca de azulejos coloridos a modo de friso, y mesas de mármol Macael sobre pies negros en forja, y me gustó. Me atrajo el ambiente, lo limpio y diáfano del lugar, la heterogeneidad, el pescado (un pixín con almejas enormes, de esas que casi saben a jamón ibérico, como suele bromear un amigo) y algo que echaba en falta desde tiempo atrás: Un grupito de tres o cuatro hombres jubilados, su café y su orujito en mano, charlando de sus cosas alegremente, utilizando su jerga de siempre. Tan sólo faltó el golpeteo enérgico de las fichas de dominó o el soniquete del “dos de envite a grande, la chica en paso, tus pares y los míos (ellos no tienen) y los dos del juego más tres de treinta y una” y el “¡Rosa, ponme otro con hielo, por favor!”.

Y es que el marcaje territorial del lince ibérico es diferente a todo. Tiene una estética sublime y unas tablas que ni la Niña de los Peines podría superar. O bien aparcamos al felino, colocamos mesas y sillas de bambú y música chill-out y hombretones morenazos descomunales vestidos con guayabera blanco luminoso, estilo “¡busque, compare y si encuentra algo mejor, cómprelo!”. 
Faltó sacar del bolso uno de mis abanicos, que colecciono, y los tengo de todos los tamaños, pintados a mano, modernos o con motivos florales, porque “Mari Pili no estaba a mi ‘lao’ con la radio y un ‘helao’, ni una nube bajo el sol dormitando ¡qué calor!”.

No sé, por un momento, un escaso instante en el que no he querido observar la monotonía de los teléfonos móviles circundantes, he recordado las misas infantiles en Hoyo y la musiquilla de las pulseras de monedas de oro abriendo y cerrando varillas con enérgico movimiento de muñeca, capaz de refrescar a todo un banco de lado a lado y golpear con disimulo y ligereza el cogote del nieto preadolescente en su charla durante la homilía, siempre excesiva para la época del año y las horas. 
Y después el bar de los pinchitos de Serrano, aquel en el que, cuando el encargado no miraba, dejábamos caer algún palillo al suelo antes de que los contara para cobrar.

Y, muy sonriente, marché con esta fresca, y no otra, a buscar un granizado de café que no encontré y sustituí añadiendo un solo cortito con sacarina a otro de limón. Así, entre un limón y medio limón y cuatro limones y medio limón, tres gorriones asilvestrados y alguna paloma tontorrona transcurrió plácidamente mi sobremesa, quedándome pasmada, como el rey, ante las múltiples nacionalidades de los camareros (y las camareras) y añorando aquella cafetería de Fuencarral en la que, segundos antes de servir los bocatas de calamares fritos, el susodicho atronaba las membranas timpánicas de todos con un “¡al fondo hay sitio!. Pero para eso falta mucho, o ya lo hemos perdido, porque la distancia social es imprescindible, eso dicen. ¡Ay, Señor, Señor!, ¿adónde nos va a llevar esta juventud de hoy?.






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