El Plato.-
Debía yo andar por los ocho o nueve años cuando las monjas de Loreto decidieron llevarnos de excursión a la fábrica de cerámica de Talavera de la Reina.
Un día bastante caluroso de primavera, sin uniforme, con bocatas de tortilla y chorizo casero y galletitas de regalo en la mochila, nos montamos en el autocar conducido por Pascual mientras cantábamos (como se hacía siempre) canciones de chavalería, algunas gamberras y otras tradicionales.
La fábrica estaba muy organizada. Los artesanos trabajaban afanosamente sonriendo al verse interrumpidos por las preguntas curiosas de las visitantes. Y los alfareros, con gran paciencia, nos mostraron la sensualidad del trabajo del barro, y cómo después éste era horneado y tratado para terminar decorado casi siempre con motivos florales predominantemente en tonos amarillos y azules, una auténtica hermosura. No en vano esta forma de elaboración artesanal es patrimonio de la UNESCO.
Entre risas, cuchicheos y charlas nos entretuvieron hasta casi la hora de comer. Antes de despedirnos pasamos por una sala donde se depositaban las piezas que habían salido defectuosas y nos dejaron elegir para llevárnoslas. Había de todo tipo. Algunas se encontraban prácticamente terminadas con pequeños defectos de forma o decoración. Mis amigas se burlaron de mí porque elegí un plato enorme de barro clarito, recién salido del horno, sin pintar, asimétrico en su parte central y de textura rugosa en algunas zonas. Pero yo me había enamorado de sus taras en medio segundo y me importó tres narices la opinión del resto.
Cuidé afanosamente de él todo el camino de regreso, muy ilusionada porque intuía su potencial, que se me antojaba de una riqueza descomunal.
Pesaba y abultaba y por fin entré en casa. Aquel Jueves, creo, mi madre sonrió al verlo porque siempre me conoció bien y supo en seguida lo que me proponía. Ni corta ni perezosa cuando mi padre volvió de trabajar le mostré mi joya preguntándole si se le ocurría algo que pudiéramos hacer con él. Él lo observó con cuidado y le debió de gustar tanto como a mí, porque me respondió simplemente “¡espera al fin de semana, que algo pensaremos!”.
La tarde del Sábado montamos el taller en la cocina. Sobre el hule pinceles de cerda natural de todos los tamaños, tarros de barro con agua, pegamentos, trapos, pinturas acrílicas, paletas. Y escondimos defectos, limamos rugosidades y después mi padre se puso a trabajar mezclando con la espátula azules y blancos. En menos de una hora había una paloma blanca protagonizando mi tesoro secándose sobre unos periódicos en la encimera de la derecha, en frente de la nevera.
Al día siguiente, sin embargo, cuando lo repasó para ver si estaba seco, decidió que la figura no le inspiraba nada y, aguantando estoicamente mis protestas, lo cambió añadiendo ataduras negras en las alas, el cuerpo e incluso la cola del ave. A pesar del disgusto inicial al final a mí me pareció precioso y poco después lo colgamos en la cocina, sintiéndome toda orgullosa por haber sido yo su descubridora.
Desde entonces lo he observado cientos de veces, con ojos infantiles y con ojos adultos. ¿Un Espíritu Santo que no consigue liberarse para volar?, ¿un alma anclada a la tierra? o ¿tan sólo una paloma herida?, ¡quién sabe!.
El plato reposó años después en una de las paredes de nuestra cocina del campo, presidiendo la larguísima mesa de madera maciza extensible y controlando con su limitado vuelo el de los comensales, que miraban al pájaro de reojo mientras engullían jamón ibérico o cordero y bebían riojita.
Ahora está guardado. Y es mío, sólo mío.
Nota de la autora: El leísmo es intencionado.
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