La Lacertilia y otros cuentos.-
Cuenta la leyenda que en el Bosque Animado existe una especie animal hiperadaptada al medio, que adquiere pelaje y caracteres secundarios de idéntico color a la fraga. Casi nadie la ha visto nunca. Ni tan siquiera los furtivos, abundantes por esas tierras, han podido darle caza jamás.
Tal ha sido siempre mi curiosidad por este ser vivo que una tarde estival ya anochecida me aventuré en mi conducción hasta la espesura, a la vera de la Casa del Portugués, siguiendo el camino antiguo que termina en la iglesia y las vías del tren. Detuve el vehículo a la diestra, sobre un claro, y apagué el motor. Caminando despacio por la zona asfaltada se respiraba un extraño silencio tan sólo interrumpido por mi fuerte pisada, el alegre jugueteo sexual del agua del río con las cantos rodados y el silabeo de las hojas de los cincuenta álamos blancos en fila, ya centenarios, y los mil helechos que la anjana vieja plantó en su juventud.
Os lo cuento, la magia allí se palpa, se huele. Es necesario caminar con cuidado para no aplastar a los caracoles y con los ojos muy abiertos por si aparece una libélula gigante. No hay mariposas, no les atrae, la luz es escasa. A veces alguien coloca unos cuantos troncos cortados en uno de los cruces. Están allí unos días y luego desaparecen. A mitad de camino existe un pequeño puente donde intenté pescar en una ocasión sin cruzarlo del todo para no molestar a los trastolillos, y hacia el final, en el lado izquierdo, se acaba el monte y los días soleados (que son los menos) los pastos verdes adquieren una tonalidad fuerte y se observan florecitas pequeñas de color amarillo entre las piedras del seto.
Pues bien, la lacertilia suele aparecer cerca de los marattiales, en el lado opuesto del arroyo, y allá que me fui, decidida aunque expectante en mi devaneo, y me detuve silenciosa. Esperé algo que me pareció una eternidad, aunque no llegó a la hora, mientras jugaba distraídamente con una rama que cogí del suelo empleándola como sable primero y después como cayado. Al caer la noche tuve miedo de la oscuridad, porque dicen las señoras del pueblo que es cuando se escucha a la princesa llorar a su gigante de la piedra, y yo, que me lo imagino todo incluso despierta, creí diferenciar unos sollozos mezclados con el agua y salí corriendo hacia donde había aparcado. Lo hice tan alocadamente que tropecé cayendo de bruces. Mientras intentaba recomponer mi dolorida anatomía palpando mis rodillas despellejadas escuché un ulular, y noté la caricia rápida y suave de unas alas blancas justo por encima de mi cráneo. La lechuza se escondió y del susto galopé llaves en mano para saltar sobre el asiento del conductor en menos de un segundo. Conduje veloz hacia el paso a nivel, buscando una carretera algo más transitada, y lo debí de hacer tan atropelladamente que casi me choqué con uno de los dos guardias civiles que estaban unos metros más allá. “¡Buenas noches!. ¡A ver señorita, carnet de conducir y permiso de circulación!”. Estuve por abrazarlo de la emoción, pero me limité a cumplir lo que me ordenaba. “¡Buenas noches, señor agente!. ¡Deme un segundo que abro la guantera!”. Mientras tanto creí escuchar a lo lejos las risas de los trastolillos, haciéndome burla con sus canciones.
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