Ésta, mi habitación

Las circunstancias del día hacen que mi noche repose en mi antigua habitación de la casa de mis padres, que aún siento como propia. Sobria y especial, resulta amplia en apariencia, bastante más de lo que suelen medir los espacios en las casas de construcción reciente. Las estanterías, claramente diferenciadas por el desgaste de los años, pertenecen a dos etapas diferentes: Las más modernas, lacadas en blanco manchado, continúan ocupadas por libros, de medicina y de lectura, a pesar de que en múltiples ocasiones he trasladado, regalado o donado bastantes de ellos, muy a mi pesar. Las más antiguas presentan idéntico color aunque con tiradores o baldas en azul marino. 

Mi cama, articulada tanto superior como inferiormente, tiene un colchón de látex. Todo se compró cuando enfermé de mi lupus sistémico a los veintisiete años y me ayudó a recuperar progresivamente mi autonomía, mi respiración, mi equilibrio y mi identidad. Me gusta su trasnochado edredón de flores que hace juego con las caídas laterales de las cortinas. La mesa, algo más antigua en edad, parece reciente en su concepto dimensional, con tres cajones y cinco aberturas equidistantes para vinilos, altura perfecta, transformable en mueble.

La mesilla es de metacrilato transparente. Siempre me llamó la atención este material. Tuve de pequeña cubos para fotografías e incluso un atril que fabricaron para mí con el fin de sujetar y leer adecuadamente los enormes manuales de Patología Médica o Quirúrgica. Sobreviven como muñecos algunos osos grandes de peluche y una foca monje gigante que me resisto a regalar. El recorrido visual continúa con un espejo vertical enmarcado en blanco, una papelera de metal, otra estantería con puertas, baldas y cajones en azul marino y blanco manchado y una silla en forma de media luna de idénticos colores. 

Las paredes se hayan decoradas por un enorme y precioso cuadro de múltiples nudos marineros con sus nombres debajo y algo parecido a una estrella de mar en el centro que me regaló y elaboró un antiguo novio, un cuadrito con la descripción de mi nombre, una cruz de madera aún menor con el Pantocrátor d’Hix reducido, una pegatina grande con todo el equipo del Real Madrid de baloncesto de los tiempos de Fernando Martín, un dibujo de un búho chistoso con el ceño fruncido, un chiste de Forges sobre el M.I.R. (El examen de este año fué —sorry, lo escribo con tilde porque sí, porque me gusta— convocado el 25 de Enero), un corcho con papeles y tarjetas (entre ellas una del “Underground” londinense), una fotografía gigante de hace cuatro o cinco años que es un montaje superpuesto de dos imágenes de mi hija (creación suya) de niña y de adolescente tardía, y, por último, un enorme collage con fotos mías de mis viajes y mis amigos y familia, disfrazada, hasta de “toga party”, incluso acariciando un león o con una serpiente en brazos y un precioso Ford Mustang color corinto estrellado frontalmente contra un guardarraíl. 

La lámpara de techo, de cristales transparentes con cuarterones blancos, aparenta una pirámide cuadrangular achatada sin base. En una esquina aún queda una guitarra muy triste guardada en su funda negra acolchada (en mi casa actual hay unas doce, de mil estilos, tamaños y clases, ninguna tan apesadumbrada). 
Donde los libros me vigila una preciosa foto de mi facies de luna llena el día de la boda de mi hermano. 
Un instrumento de percusión parecido a un tambor de metal (cuyo nombre no recuerdo) descansa solemne a la vera de mis gafas. 

Se me antoja todo dispar aunque armonioso y me quedo pensando si la mezcla estética tiene sentido y si acaso significa que soy más complicada de lo que yo intuía o mucho más simple.
Lo cierto es que lo que se respira en este pequeño ambiente casi rectangular sigo siendo yo, y esto, a mi edad y con mi perspectiva mundana, tranquiliza bastante. 
Oigo toser mucho a mi padre y recuerdo que la cebolla troceada es rica en N-Acetilcisteína. Voy a la cocina, corto media y se la coloco en un plato de postre sobre su mesilla. Duermen los dos plácidamente. Me viene a la cabeza una conversación con un amigo, padre de muchos hijos, que me hizo sonreír al comentar que el instante más perfecto de su día es siempre cuando va de cama en cama arropando y dando besos observando las posturas de sus retoños al dormir. Costumbrismo familiar edulcorado, porque no se lo puedo comentar a mi hermano a estas horas, aunque seguro que mañana le sacará alguna punta divertida a cualquier anécdota familiar a la que yo me pueda referir.

 “Nainait”. Me parece que me voy a acostar cantando in mente el “Y tú de quién eres” de No me pises que llevo Chanclas que hoy queda que ni pintado.




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