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Cuando no había cumplido aún los ventiún años hicimos un segundo viaje por la antigua U.R.S.S., justo después del accidente de Chernobyl. Allí vimos muchas cosas con nuestros propios ojos, sin el tamiz o el posible sesgo informativo de padres y profesores.
Aquel mundo resultaba curioso, se caía a pedazos y emanaba suciedad y decrepitud. Los edificios, carcomidos y descoloridos, preservaban exclusivamente sus fachadas, como un decorado, y se encontraban invadidos de cucarachas. Así ocurría con los organismos oficiales o con los hoteles. La oficina de turismo del estado, Intourist, nos tuvo que soportar en varias ocasiones e incluso cambiarnos de alojamiento un par de veces. Todo parecía tambalearse ajadamente. Los niños, sin embargo, se mostraban lustrosos, sonreían, cantaban, comían manzanas verdes y hacían excursiones en grupo acompañados por sus profesores y vestidos con sus uniformes de colores y estilo militar. A ellos sí los cuidaban afanosamente.
No se vendía papel higiénico, ni compresas modernas, ni tomates, ni gafas de sol. Lo de las compresas supuso un problema puntual porque mi madre padecía de hipermenorreas cuantiosas. Nos dedicamos entonces a husmear por múltiples farmacias. Todas se parecían entre sí, decorados los estantes con frascos de porcelana (como debió ser la botica de mi abuelo paterno en Cantalejo, que nunca conocí) y cosas escritas en cirílico.
Intentamos localizar (sin éxito) a un conocido de un amigo de mi padre, preocupado y extrañado al no recibir respuesta a sus cartas por correo ordinario. Nos indicaron que se había trasladado de domicilio aceleradamente.
Las personas se arrastraban sin sonreir apenas. La ropa de todos recordaba en su nula alegría y escaso brillo a los personajes de alguna novela de Blasco Ibáñez. Los guías turísticos llevaban siempre sentado al lado a un representante del gobierno que les indicaba lo que debían responder a los turistas cuando preguntaban sobre sueldos profesionales, transportes, elecciones, enseñanza, atención médica, etc... En el mercado negro (denso y extenso), se podía comprar caviar rojo y vodka y también mujeres descomunales a la puerta de los hoteles. Se hacían malabares para cambiar rublos por dólares en todos los lugares, restaurantes incluidos. Me impresionó. Me pareció un mundo feliz totalmente ficticio. Esas fueron mis propias sensaciones, no las de los demás, sólo las mías, con mi cabecita abierta a ideas diferentes, rebelde y modernilla.
Recuerdo que ocho años antes nos contaron que un tal Conde Vorontsov llegó a tener 10.000 esclavos (sí, eso dijeron) justo antes de la Revolución Rusa y que en esas condiciones parecía totalmente razonable que estallara el movimiento social armado. Pensé en cómo se debía entender el concepto "esclavitud" durante el siglo XIX en la ciudad de Odessa y también en "Lo que el Viento se llevó" y la Guerra de Secesión (porque mis mecanismos intelectuales trabajan yendo y viniendo veinte veces de todos los sitios, siempre al batiburrillo). Una señora de unos cincuenta años cantó estruendosamente "Potemkin" en la famosa escalera homenajeando al barco acorazado y mi hermano y yo nos aguantamos la risa (parecía la Castafiore de Tintín buscando al Capitán Haddock) amenazados silenciosamente a un metro de distancia por los ojos penetrantes de mi padre.
Un día compré en una librería una especie de manual de bolsillo de Radiología de la mano (aún desconocía cuál sería mi destino) elaborado con papel reciclado, fotos escasas impresas en calidad pésima y escrito en ruso. Lo conservo. Años después publicaron en España un pequeño cuaderno similar sobre imagen osteoarticular de la mano que se tituló "Radiología en Blanco y Negro" en papel satinado, del que se han elaborado varías ediciones.
Nos divertía la televisión matutina cuando impartían clase de gimnasia unas damiselas con mallas estrambóticas muy muy entradas en carnes que animaban la atmósfera rancia a compás de compasillo “ odin один, dva два, tri три, chyetirye четыре“, estilo Eva Nasarre de la región, algo así como Martes y Trece en Nochevieja.
En otra ocasión compré un gorro de pelo artificial (hoy intacto) en unos almacenes deslavazados que recordaban a los economatos del siglo pasado donde se respiraba humanidad entremezclada con un fuerte olor a desinfectante y matarratas.
Nos divertíamos, aunque no tanto cuando mi hermano observó atónito las lesiones cutáneas de una pobre mujer de pañuelo a la cabeza sentada a su lado (con toda probabilidad preneoplásicas y secundarias a la radiación) en un avión de Aeroflot que volaba desde Kiev a Moscú, con sus dos hijos pequeños y un orinal de loza en el bolso. A la mañana siguiente Lenin nos recibía blanco como la leche en su mausoleo de la Plaza Roja a paso y estética castrense. Y a los pocos días nos dejábamos deslumbrar por los samovares y las escalinatas del Palacio de Invierno de los zares en lo que entonces se llamaba Leningrado.
Lo cierto es que ya no me gusta tanto viajar. Esta puñetera globalización y las hordas de turistas paseantes cada vez más entontolinados me producen escalofríos.
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