El Amigo Secreto

Las mañanas de Domingo de hace treinta y siete años, hubiéramos trasnochado o no, mi novio cartagenero de entonces y tres o cuatro chicos y chicas más nos cogíamos el tren en la estación de Atocha hasta Villaverde y allí cambiábamos a otro que se dirigía a Ciempozuelos, para llegar al Psiquiátrico. Sí, aunque parezca extraño invertíamos nuestro último día de la semana en ayudar a los frailes a servir comidas, y además cantar y bailar con enfermos mentales lo suficientemente graves como para permanecer ingresados en aquel hospital. Y lo curioso es que lo pasábamos bien.
Subíamos la empinadísima cuesta desde la estación y en el ascenso se iba abriendo progresivamente ante nosotros un mundo rancio, inquietante, muchas veces violento que, para nuestra sorpresa, se hallaba totalmente integrado en la cotidianidad del pueblo. Así convivíamos como si tal cosa con esquizofrenias paranoides y hebefrénicas, psicosis maníaco-depresivas, depresiones mayores, sífilis terciarias pasadísimas, e incluso cuadros psicóticos por haber estado esnifando grandes cantidades de cocaína. También se encontraban pululando por allí numerosas discapacidades sin apellido de ambos sexos y algún brote paranoide etarra. Me impresionó el primer día. Después me fui adaptando para interpretarme a mí misma como algo natural aunque no lo era en absoluto. Personas de todas las edades con las miradas perdidas, ropas con mezclas rarísimas, hombres con gorra, o con el pelo rapado, o sin parte de una oreja, con los dientes negros, con un zapato en la mano, sin afeitar, mujeres con peinados aparatosos y cabezas llenas de horquillas, portando bolsos con chapas dentro, o solicitando cigarrillos para fumar, se acercaban para tocarnos, jugar, reírse estruendosamente, llorar sin motivo. Algunos estaban tumbados en los bancos de madera del parque con toallas en las cabezas adoptando posturas extrañas con las piernas. Otros, totalmente frontalizados, se masturbaban en público y / o se mecían de delante a atrás haciendo como que danzaban siguiendo el ritmo de la música de fondo. 
El arte local consistía en sonreír y “tirar pa alante”. En una frase grosera: “Te jodes y bailas, que es lo que toca”. 
El espectáculo podía dejar a cualquier ser humano tan sumamente derrotado que alguno de mis amigos opinó como el dicho y Santo Tomás, una y no más. Nosotros, sin embargo, volvimos bastantes veces. 

Pero hubo algo que me impresionó muchísimo y aún a día de hoy lo hace en mi cabeza: Un hombre de unos treinta y cinco años sentado en una silla, con problemas de movilidad, ciego, sordo y mudo de nacimiento, con cognición perfecta, intentaba comunicarse empleando el alfabeto de los signos ejecutándolos con una mano sobre la otra que reposaba en sus rodillas con la palma abierta hacia arriba. Yo era afortunada, mi madre me lo había enseñado de muy pequeña e incluso lo utilicé para hablar con ella a través del cristal de la UCI del Hospital del Rey cuando tres años antes, a mis catorce, padecí una meningitis meningocócica que despidió mi año en estado comatoso. El caso es que era muy capaz de charlar rápidamente en este idioma y a él le gustaba. Así que me apresuraba con las comidas y le dedicaba una media hora que aquel personaje esperaba con impaciencia, porque era su única forma de integración social. Contaba anécdotas o estupideces y él sonreía. Al marcharme me daba un beso en la frente, marcando una distancia que dejaba clarísimo para cualquier ojo que yo era casi una niña con la que dialogaba como buenamente podía de manera ingenua.

Llegaron las Navidades y nos pidieron que tuviéramos un pequeño detalle con un único paciente, a modo de amigo invisible, porque la economía del lugar no daba para regalar a todos los internos. Yo lo elegí a él, por múltiples razones, la principal era la fluidez con la que hilaba palabras con mis manos, muy superior a la de mis amigos y eso le daba más juego y mayor densidad de tiempo. 
La víspera me planté en Suya, la perfumería de la esquina de nuestra calle, compré una colonia masculina barata, me la envolvieron bonito y se la llevé el siguiente Domingo. Y aquello fué lo más emotivo que he vivido, sin contar el hecho de parir. El hombre abrió el paquete, le dió al botoncito del spray, olió con fuerza, apretó el frasco contra el pecho y rompió a llorar a borbotones. Y yo, al verlo de semejante guisa, también. Y después lo depositó sobre sus piernas y con su mano derecha escribió sobre su izquierda muchas, muchísimas veces “¡Gracias!, ¡gracias!, ¡gracias!”. Ese día se levantó y me acompañó hasta la puerta de la sala cojeando ayudado por su muleta.
En el tren de vuelta, sofocada y colorada como un pimiento, no dije nada. Al llegar a casa se lo conté a mi madre y lloramos un poquito las dos. La sensibilidad es lo que tiene, que percibes el entorno con una intensidad descomunal, y muchas veces te hace daño.
Ahora, si alguna vez pienso en él, no lo recuerdo con pena, sino con emoción. Me hizo mejor persona, más tolerante, y mucho más fuerte. Fui su amiga invisible de verdad, y ser invisible de verdad no tiene precio. Ya lo dijo Antoine de Saint Exupéry: “Lo esencial es invisible a los ojos”.











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