Hospitales de Finales del siglo XX.-


El ingreso hospitalario resulta siempre estresante (a niños, jóvenes, adultos talluditos o ancianos y a sus familias), pero cuando éste se alarga en el tiempo el universo afectivo se transforma en vampiro:

- Las familias se agotan y discuten intentando proteger al paciente frente al estrés sin conseguirlo, que percibe su entorno como algo enrarecido y artificial.

- El ritmo hospitalario impide el descanso nocturno adecuado del enfermo que, con el devenir del tiempo, se vuelve introvertido, malhumorado y egoista.

- Familia y paciente, sin quererlo, interfieren con el quehacer del personal sanitario haciéndose progresivamente reivindicativos y creyéndose exclusivos (“¡por favor, por favor, déjeme marcharme a dormir a mi casa el Sábado!, ¡que vivo a dos manzanas!”) añadiendo a la experiencia el placer de la comunicación no verbal.

- Se comparte muchas veces el cuarto de baño, la puerta, la ventana, el oxígeno y la televisión con seres humanos del mismo sexo totalmente dispares a uno (a veces personas poco aseadas o con deterioro cognitivo que oran a altas horas de la madrugada con voz de Niña del Exorcista, haciendo creer a una futura radióloga que se ha muerto y que todos rezan en el entretenido funeral), con sus familias y con las manías y costumbres de todos (“yo tengo que dormir con la ventana a mis pies, así que a las doce giro noventa grados la cama”, comenta una bípeda bastante búfala. “Yo necesito lavar y secar mi hermoso pelo cuando me voy a dormir”, añade una criatura angelical mientras la estúpida residente de primer año de Radiodiagnóstico ingresada en la primera cama disponible de Medicina Interna es peinada por su madre con ‘elegantes’ trenzas).

Son recuerdos de mi segundo ingreso, ¡largo, largo!, cuando el brote de LES casi me lleva por delante:
Diez kilogramos de sobrepeso en líquidos por el síndrome nefrótico salvaje, la cama incorporada para respirar por el derrame pleural masivo y el derrame pericárdico, la vía en el brazo, la poliartritis con dolor tremendo y el pie de goteo de excursión, el bote de plástico para recoger la orina de veinticuatro horas, la quimioterapia y los corticoides a altas dosis... (facies de luna llena, hirsutismo temporal, alopecia después... Esto es... Una mujer joven en la plenitud de su belleza). Sin dormir casi nada. ¿Depresión?. No, música. Toda la familia al retortero. Mi abuela con su insuficiencia cardíaca que casi se muere en la sala de visitas después de empeñarse en subir dos pisos andando para ver a la “niña” porque no funcionaban los ascensores. Visitas de médicos y residentes conocidos de todas las edades (e incluso colores) y desconocidos que eran llamados desde otros hospitales para interesarse por la menda (solitaria y asocial que es una) hasta altas horas de la madrugada, gasometrías arteriales (con lo que duelen) a las siete de la mañana, biopsias renales, síndrome del recomendado persistente, ley de Murphy infinita y un sinfín de etcéteras.

Y lo mejor de aquel entonces (muchos años hace):

- La Hora de los Gamusinos: Cuando los ADVP (Adictos a Droga por Vía Parenteral) ingresados se vendían (en pasado, gracias a Dios) entre sí su material. Un espectáculo dantesco de pijamas doblados de originales maneras y códigos variopintos.

- La Hora de los Guacamayos: Cuando sólo se oye chillar a los demenciados en el silencio de la noche blanca hospitalaria después de que los enfermeros han paseado el “carrito de los helados” con las últimas medicaciones acompañadas de yogures o vasitos de leche desnatados.

- El Libro Prohibido: “Papá, no vayáis a leer el lupus eritematoso sistémico en mi Harrison, que os váis a asustar”. (Sí, ya).

- La Hora Sabatina: Amigos y amigas todos guapos preparados para salir de farra que se acercan a darte un beso los Sábados sabadetes antes de las cañas. ¡Qué gozada!, ¡y tú preciosa con tu camisón último modelo!. ¡Pero digna y sonriente!.

Esto sí que da miedo. Mucho más que “divertirse” escuchando conversaciones sobre templarios y parafonías por la radio de madrugada con Germán de Argumosa para mimetizarse con el lugar.
En eso los hospitales han cambiado poco o nada. 
¡Escalofríos me entran al recordarlo!.






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