El Camello Cansado
La noche había sorprendido de repente a las carrozas de los Reyes en el Paseo de Coches. Los niños, abrigados e ilusionados, los saludaban agitando las manos mientras aplaudían alegremente. Al final de la comitiva los tres camellos arrastraban las patas rodeados de regalos que los pajes ayudaban a transportar con cierto aire tristón. Después no había nada más, tan sólo los barrenderos municipales en fila que limpiaban y mojaban el suelo. Papá dijo en voz alta: “¡Venga, niños!, que es tarde y hay que cenar para acostarse pronto”. Guiados por las lucecitas decorativas de los árboles y las farolas del parque se dirigieron hacia la enorme puerta de verjas metálicas y salieron del recinto. “¿Te has fijado cómo andaban los gansos?...” “Sí, uno de ellos se quería marchar y la pastora ha tenido que perseguirlo”. “¡Ten cuidado, hijo, que te estás metiendo por el barro!”.
Como papá les había puesto el pijama debajo de la ropa para conservarlos calentitos después de bañarlos no tuvieron que hacer gran cosa. Cenaron cada uno un cuarto de la tortilla de patata que habían dejado preparada, sin cebolla, claro. ¿A qué niño le gusta la cebolla en la tortilla?. Los zapatos al pie del árbol, polvorones y coñac para sus majestades y para los animales agua y lechuga. Los dientes y a la cama corriendo. Una única voltereta hoy, a rezar y a dormir. “Papá, en mi cuarto hay un león, ha entrado por la ventana”. “¿Cómo va a entrar un león por ahí?”. “Sí, como los Reyes Magos”. “Pero si los leones no pueden subir por esas escaleras”. Un beso, la luz del cuarto de baño encendida y ya todo tranquilo. En un segundo dormidos profundamente.
Hacía ya rato que todo estaba en silencio cuando se oyó un ruido en el salón, alguien había tirado uno de los ceniceros de plata, los que tienen forma de hoja, al suelo, amortiguado en parte por la alfombra. Martín saltó de la cama y, sigilosamente, anduvo de puntillas por todo el pasillo. Se asomó por la puerta entornada y se le abrió la boca con estupor al observar el espectáculo: Un camello se hallaba sentado al lado del belén y un hombre negrito, (parecía un paje escapado del nacimiento), lo tenía agarrado por una cuerda al brocal del pozo y tiraba con fuerza para intentar levantarlo con la polea sin éxito. “¿Pero quién eres tú y qué haces en mi casa?”. Desde luego eran el camello de Baltasar, su paje y la parte de arriba del belén, con el empedrado, la pared y el pozo, de tamaño gigantesco, aunque la aguadora no estaba. Al oírle hablar el lacayo, asustado, se marchó pegando un salto y, bajando por la escala que estaba colocada en la ventana, desapareció. El camello miró al niño con los ojos que sólo un camello sabe: Enormes, profundos, nostálgicos, de pestañas gigantescas. No dijo nada. ¡Claro!, los animales no saben hablar como los niños. “¿Cómo te llamas?... Ya sé, te voy a poner un nombre, Alí Babá, como el de los cuarenta ladrones!. ¿Quieres turrón?... No te gusta... ¿Peladillas?... ¿Agua?... ¡Pobrecito!. Estás muy cansado. Pero no te puedes quedar aquí, tienes que seguir repartiendo regalos”.
El niño cogió una manta de cuadros de muchos colores y se la colocó por encima de las jorobas. Resultaba enternecedor mirarlos, parecían una postal navideña. El animal no se movía casi nada y Martín se empezó a preocupar. “No puedes quedarte aquí. Se van a despertar todos enseguida”. De repente tuvo una idea. Entró en la cocina, abrió la nevera y cogió una botellita pequeña de Coca-Cola (las latas se habían terminado). Le costó quitarle la chapa con un abridor de frutas que tenía mamá en un cajón y se la guardó en el bolsillo del pijama. Le llevó la bebida al camello que, con gran sorpresa para el niño, la cogió con los dientes y, poniéndola vertical, se la bebió enterita. Después pegó un salto, y como si tal cosa, bajó por las escaleras, aunque antes de ocultarse en la oscuridad se dió la vuelta y pareció sonreír a Martín con sus ojos gigantescos. Martín cerró la ventana y se metió en su cama, se encontraba agotado.
“¡Levántate, perezoso!, que han venido los Reyes y tenemos que abrir los regalos”, le chilló Ana, su hermana, que tenía tres años más que él y era una mandona.
Se incorporó. “¡Vaya sueño extraño he tenido!”. Mamá chilló: “¿Quién se ha bebido una Coca-Cola esta noche sin pedir permiso?”. Y al levantarse notó algo metálico que se caía al suelo, era la chapa de la botella. “Sí, pensó, los Reyes son magos de los de verdad”.
¡Y colorín colorado, este cuento casi real se ha acabado!. Y fueron felices, y comieron perdices y a nosotros nos dieron con el plato en las narices.
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