Cosas
Pensaba y pensaba desde mi almohada si el pan del desayuno iba a ser de molde o de chapata, y si el aceite tendría un cierto sabor afrutado a melocotón o a manzana, y al final, de tanto pensar hasta me dió taquicardia: ¿Melocotón, manzana?... Ya no era capaz ni de prepararme el café en su punto. ¡Qué cosas tan importantes son los olores y sabores de los aceites!... Sonreí. Para otros, supongo.
El gato estaba lleno de nudos y me peleé con él al cepillarlo. Me arañó, le di un cachete y continué. Aún así quedaron algunos sin desenredar. Es un animal bellísimo en su salvajismo defensivo.
Después me acerqué a la cocina a por mis tostadas (elegí de las dos, para evitar ‘comeduras de tarro’), el aceite supermaravilloso (ni manzana ni melocotón) y el jamón ibérico del bueno, el de siempre. Una parte blanca chiquituja de la grasa periférica se la di a la perra, que se quedó encantadísima con el regalo. Y seguí pensando... En manzanas... En cómo se pelearon varios niños en un país africano por el hueso de la que me había tomado yo y sobre cómo compré tres kilos para regalarlas y aquello se convirtió en una multitud y pasé miedo.
También pensé en los niños uniformados soviéticos, casi todos rubitos y sonrientes, paseando con sus profesores de excursión, comiendo manzanas verdes de máquinas expendedoras.
Y en aquella niña ucraniana que cada mañana comía y comía fruta en mi casa hasta que le brilló el pelo.
Mi gato se lamió la pata derecha con interés, lo cogí en brazos para acariciarlo como a un bebé, observé sus legañas (“debo limpiarle los ojos”, musité para mí) y, la perra, después de analizarnos con mirada tristona y celosa, se marchó a tomar el sol al mirador del salón. Me preparé otro capuchino con su espumita. Mientras lo saboreaba me puse a escuchar música en mi hipermegazapatófono de Anacleto y llamó mi padre para dar los buenos días. Iba a salir a por los periódicos, como es su costumbre.
Sí, verdaderamente tanto el olor como el sabor del aceite es muy importante, tiene una trascendencia descomunal.
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